07 agosto 2007

LA NOCHE DE LOS DUENDES

Euclides pisa donde lo hace su hermano Francisco, cree que de no hacerlo un raro embrujo lo llevará a sitios tenebrosos.

Se inicia el mes de mayo, extrañamente un sol plomo ha tostado las charcas producto de los primeros aguaceros. Ese año, la época de lluvia se había adelantado; sin embargo había dejado de llover y comenzaban a configurarse, en la carretera principal de aquel caserío lejano de la ciudad, una gran cantidad de tiras y círculos formados por el barro agrietado, que poco a poco se levantaba por la resequedad. Es tiempo favorable para castrar abejas y cazar pájaros, con las fondas hechas por Francisco.

Euclides camina atrás, a poca distancia, del veterano muchacho que manipula la fonda con maestría, su imaginación corre como ardilla, trepa hasta alcanzar altura impensable, su mirada llega hasta el sombrío y frondoso árbol donde se destaca un comejen; la imaginación del niño le hace creer que allí habitan pequeños duendes que vigilan a todos quienes invaden sus dominios.

Más tarde, Francisco derrumba una gruesa rama, el hacha facilita sacar la exquisita miel, mientras las abejas enfurecidas producen un zumbido que asusta al pequeño Euclides que, a pesar de ello saborea el manjar hasta emborracharse con la mezcla del espeso liquido y una pasta amarillenta, conocida como borra, que es producida en la colmena.

Ya ha transcurrido la mañana y en aquella tarde la voz triste y lacónica del perezoso hace eco en la lejanía, entre los bosques y matorrales, presagio incierto, allá en las profundidades del llano.

Es entrada la noche, hace rato que los muchachos han regresado a casa. El menor de los dos tirita de fiebre, el sudor cubre su cuerpo empapando las sábanas. A medida que transcurren los minutos la situación empeora. La tenue y vacilante luz de la lámpara alumbra la estancia.

El pueblo esta distante, los vecinos a leguas e inesperadamente comienza a llover anegando los caminos. Luego de un mes de sin lluvia, ésta vuelve a altas horas de la noche sin ser anunciada. Los relámpagos y truenos dan una impresión espectral al camino y las aves nocturnas sacudiendo sus alas emiten chillidos, alborotadas; en aquel momento el espíritu de Euclides se levanta, ve a su madre que llorosa reza. Su hermano Francisco atiza haciendo crepitar la leña del fogón para hervir agua y calentar su cuerpo. El asombro del niño (Euclides) lo estremece cuando ve su cuerpo tendido en la cama de su madre; sin embargo, no siente miedo.

Como por arte de magia nuestro niño esta en otro lugar, se acerca al frondoso árbol, el mismo que siempre le causa curiosidad, escucha la risa de extraños seres diminutos. Todo es visible, no existe la oscuridad de la noche, es como un día sin sol; la lluvia aún no termina, pero, no lo moja.

La brisa produce un suave movimiento a las ramas de los árboles y el viento peina los pajonales. Las risas se tornan en algarabía. No sabe qué cantidad de duendes lo rodean formando una cadena a su alrededor entonando canciones por él desconocidas.

Como no siente temor le es fácil sonreír y luego repetir las canciones de los amistosos personajes quienes rompen el círculo y parten en carrera hasta internarse en la sabana, así llegan a un lugar donde reina una planta muy verde y de pequeñas flores blancas. Entonces se acerca un duende de larga barba blanca, quien toma un manojo de flores y hojas y se lo entrega a Euclides que escucha con claridad al sabio médico, éste le indica hervir y tomar el té para curar su cuerpo.

La madre ya ha dispuesto llevar al pequeño enfermo hasta el pueblo. Ha dejado de llover, si corre con suerte llegará con los primeros rayos de sol. El niño en su delirio ríe y canta. Mientras la mamá de los muchachos se alista, Francisco recuerda las flores y hojas que su hermano recogiera en la sabana, cuando regresaban del paseo y escuchaban el quejido lastimoso del perezoso; movido por una gran fuerza busca en los bolsillos del pantalón de su hermanito y rápidamente echa el manojo en el agua caliente y al poco rato le da de tomar el aromático líquido al enfermo, quien para sorpresa y alivio de la progenitora baja la calentura y duerme tranquilo el resto de la noche.

Euclides ya no vive en el campo, ahora es un famoso poeta y escritor. No obstante, cuando visita a su lar nativo, sus paraderos infantiles, se reúne con estos maravillosos seres, sus amigos y vuelve a cantar con ellos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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